Para la autonomía colectiva
Más de dos siglos después de su reintroducción en
el orden del día, en el occidente, el proyecto de autonomía anda
de capa caída. Su apareamiento con el marxismo, que debía aportarle
un fundamento racional ineluctable, ha durado demasiado, a pesar
de la historia y del sentido común. Connivencia profunda y muchas
veces fecunda entre temas históricos y legitimidad de su despliegue,
el marxismo, ofreciendo la caución transcendente para la praxis
de lo vulgar, y volviéndose así, durante más de un siglo,
el horizonte insuperable de toda veleidad emancipadora, guía
de la acción y reveladora de su sentido.
Aunque sea normal de asombrarse frente a la longevidad
de esta connivencia, queda hoy infinitamente más urgente tratar
de comprenderla y superarla, tarea tanto fácil como difícil,
y por las mismas razones. Fácil, porque el ciudadano ya
no nutre ilusiones en cuanto a la pertinencia de las ideologías mesiánicas
— el horror totalitario del siglo pasado tiene alguna responsabilidad
en eso — y difícil, porque a esta lucidez le cuesta asumir
su propia audacia, viéndose de este modo (auto) desprovista de su
ultimo fundamento, huérfana del sello que interina
la capacidad creadora.
Se puede que la necesidad de creer en verdades eternas
sea un rasgo esencial del ser humano, consecuencia posible de nuestra negación
de asumirnos como irremediablemente mortales. Sabemos, al mismo tiempo,
que formamos parte de una tradición que ha podido ver la autoinstitución
de nuestra sociedad con sobriedad y lucidez, aceptar lo trágico
que va de par con la libertad en la toma de decisiones colectivas.
Sobre todo, sabemos que la historia no existe sino como dominio
de la creación humana.
Las oligarquías modernas han impuesto la economía
en el centro de la vida en sociedad, realidad brutalmente masiva y
a la vez valor patrón permitiendo asentar, racionalizar, dar legitimidad
a su nueva versión de la dominación. La sobrevaloraciόn marxista ha hecho
de la economía la madre de todo significado, incluso de su propia superación.
Sin subestimar la importancia de la economía en este comienzo
del tercer milenio, vemos en toda pretensión en cuanto
a su predominio esencial una ilusión, un eslabón suplementario
en la letanía de visiones heterónomas que ha inventado el hombre
para asumir su vida y darle un sentido.
Es porque la economía es tan importante que es urgente
(volver a) ponerla en su lugar.
Es imposible fundar racionalmente el proyecto
de autonomía, lo cual no quiere decir que sea irracional ni irrazonable.
Producto de una historia particular, lá del occidente, el proyecto
de autonomía tiene un estado civil, con acta de nacimiento y certificado
de madurez, todo lo contrario de una universalidad confeccionada.
No es universal sino por su fuerza de arrastre, por el ejemplo concreto
de la elección democrática en la toma de decisiones comunes, por
el mismo hecho que esta elección haya podido estar impuesta,
reconocida como posible.
Debemos a los combates encarnizados de nuestros
antepasados la perpetuación de este proyecto, aunque algunos,
a veces, simplemente estimaban acompañar el paso natural de la historia.
Si estamos educados para tomar nuestras decisiones sin recurrir
a textos sagrados, a los jefes de clanes o a la autoridad de la edad,
se lo debemos a ellos solos. Esta libertad real y limitada, en cuanto
a su geografía y, a la vez, a su esencia, sedimento de derechos arrancados
con gran esfuerzo, es nuestra herencia preciosa que tenemos que enriquecer,
pero ciertamente no dilapidar.
Tenemos la suerte de vivir en una región del mundo donde
la autonomía queda valorizada, ciertamente en la esfera privada,
y muy particularmente en la esfera pública. La fabricación
de un ciudadano-productor dotado de un mínimo de autonomía es
de hecho una condición indispensable para la sobrevivencia del sistema,
y es de esta manera que las oligarquías occidentales pueden ser cualificadas
de liberales. Al mismo tiempo, las decisiones
en cuanto a las cuestiones públicas (definición misma de la política),
queda el dominio reservado de una casta dirigente invocando
la prerrogativa de una competencia ilusoria y mistificadora. Aceptar
que tal legitimidad pueda existir (para suavizar los efectos
de las “leyes del mercado”, aceptar los “desafíos de la mundialización” o,
sobre todo, como atributo de una vanguardia investida en la realización
de un futuro radiante) equivale simplemente a renunciar
a la acción política autónoma.
La autonomía colectiva, “darse sus propias leyes”,
está basada en el principio de la igualdad absoluta de los ciudadanos,
y es sinónimo de democracia: la opinión de alguien, en cuanto a
la toma de decisiones comunes vale la de cualquier otra persona.
La oposición entre la afirmación de este principio y su denegación resume,
de alguna manera, nuestra historia moderna, pero no solamente: refutar
este principio, fundar la política en la ciencia, está en el corazón
de la iniciativa tristemente genial de Platón. En este plano, las tentativas
de sus epígonos hasta hoy no son más
que variaciones sobre el mismo tema.
Nos parece realístico y realizable proponer la instauración
de la democracia en Europa. Proponer lo mismo en escala planetaria dispensaría
de mencionar las cuestiones extranjeras o la defensa, pero relevaría, en el estado actual,
de la utopía pura. Una vez más, la autonomía no es un valor universal, y
— ¿es necesario precisarlo? — no puede estar impuesta del exterior. Sólo
el ejemplo de su realización concreta en una parte del mundo puede permitir
de esperar su propagación.
Estimamos que el ciudadano europeo, tal como es,
es capaz y está potencialmente disponible para comprometerse en
la reinvención del proyecto de autonomía. Ninguna teología prescribe
ni prohíbe una tal revolución. Nuestra propuesta tiene que ser vista como
un proyecto, siempre susceptible de ser transformado, alterado,
enriquecido, prolongado, y hasta refutado e ignorado. Nuestra sola certeza
es que la asamblea general es la institución central
de toda sociedad autónoma. Los artículos en letra pequeña describen
en qué dirección hubiéramos votado dentro
de una tal asamblea.
Iniciativa democrática
Proyecto de Constitución europea
1. La asamblea de ciudadanos de la Unión europea
(desde ahora la Asamblea) es la instancia suprema de decisión
[después de deliberación] de todas cuestiones comunes.
En particular
– Significa cuales son
las cuestiones comunes
– Define las condiciones de edad y
de origen de sus miembros
2. La Asamblea
– Vota las leyes
– Cuida su aplicación
– Toma en cuenta toda cuestión que considera
de interés público, no resultando de la simple aplicación de una ley existente
3. La Asamblea decide [con voto de mayoría calificada]
de la integración de un nuevo país del cual la población ya
se haya expresado en este sentido
[con voto de mayoría calificada].
4. La Asamblea puede delegar su poder de decisión acerca de las cuestiones comunes a asambleas locales escalonadas a los niveles
Ninguna decisión al nivel local puede contradecir una decisión tomada al (a los) nivel(es) superior(es). Toda decisión local puede, bajo ciertas condiciones ser refutada y eventualmente abandonada [por una mayoría calificada] al nivel inmediatamente superior.
Unas asambleas transversales se pueden organizar, reuniendo
los actores en un sector particular de la producción.
Las proposiciones eventuales resultando de tales asambleas
están automáticamente integradas en el orden del día
de la siguiente Asamblea regular.
Una asamblea anual agrupando jóvenes de menos de dos años
de la mayoría de edad puede formular proposiciones integradas automáticamente
en el orden del día de la siguiente Asamblea regular.
5. La Asamblea decide de la periodicidad
de convocatorias ordinarias, de la duración de sus sesiones,
de las modalidades para la convocación de una Asamblea extraordinaria,
de la eventual exigencia de una mayoría calificada, definida por ella,
para ciertas proposiciones particulares.
La Asamblea puede encargar un grupo de sus miembros
de la preparación de proposiciones acerca
de un tema particular.
La sesión de la Asamblea se organiza
por interconexión televisual entre las asambleas
de sesión. También puede llevarse en cada hogar,
las personas físicamente presentes en la asamblea
de su comuna teniendo el derecho único
de hablar.
La Asamblea instituye un cuerpo de moderadores, del cual impone las reglas de selección y la duración de su mandato, encargado de
Al principio de la primera sesión de cada convocatoria, la Asamblea adopta el orden del día propuesto tal cual o después de modificaciones.
6. La Asamblea no intenta intervenir en el dominio de la esfera privada de otra manera que para garantizar la libertad y la plenitud individuales. La libertad en materia de opinión, de expresión, de comunicación, de desplazamiento, de culto, de asociación y de costumbres, de placeres, de vida sexual y familiar, de creación artística, de organización de fiestas etc. para las personas y los grupos no puede tener otro límite que, llegado el caso, el respecto de las reglas de vida común (ruido, vandalismo etc.).
En registros muy diferentes, la prostitución, la práctica de la escisión y una evolución demográfica preocupante ilustran áreas donde la intervención pública puede invadir la vida privada.
Consciente del hecho que la frontera entre
el dominio privado y público a veces no queda claro o cierto,
la Asamblea adopta como principio la reserva y la prudencia
en su actividad legislativa al respecto, delegando de preferencia,
en primer lugar, a las asambleas comunales las decisiones aferentes
a los límites de la esfera privada.
7. La Asamblea percibe su acción en el cuadro de los siguientes principios:
8. Toda revisión de la presente Constitución necesita
una decisión de la Asamblea obtenida por un voto
a mayoría calificada.